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18 ene 2011

El Antílope de Ébano

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En pleno auge del nazismo, en una época donde Hitler buscaba demostrar al mundo la superioridad de la raza aria, apareció un hombre que lo cambió todo. Un joven, que el solo, se bastó para demostrar al planeta todo lo contrario. Fue en los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, allí Owens, consiguió cuatro medallas de oro en los 100 metros lisos, carrera de relevos de 4x100 metros, 200 metros lisos y en salto de longitud.

Owens respondió con modestia a los elogios y aplausos que le llovieron desde las gradas, otra señal de su verdadera grandeza como ser humano. El resentimiento y la furia de Hitler por el resultado, no pudieron hacer nada para disminuir esta magnífica victoria, este poderoso y conmovedor drama. Él no pudo hacer nada en absoluto por hundirle. El fuerte y hermoso corazón de un joven sin pretensiones había aplastado la horrible ambición del dictador. Aún hoy, el nombre de Jesse Owens es un sinónimo de los Juegos Olímpicos de Berlín.

Owens nació el 12 de septiembre de 1913, en Alabama, Estados Unidos, hijo de negros y de  esclavos no tuvo una vida fácil, ni mucho menos. Nunca se amilanó con su color y logró superar a todos los adversarios  durante las competiciones, así como en la universidad, que lo aislaban de los lugares donde estaban los blancos. Owens y la discriminación siempre fueron de la mano.

Esta discriminación, que sufría desde pequeño, le llevó a utilizar el deporte como una válvula de escape a su condición de negro, que tantos problemas ocasionaba en los Estados Unidos. Empezó a destacar a nivel nacional en 1933 cuando, como estudiante del instituto en Cleveland, rompe el récord mundial de salto de longitud para estudiantes de instituto, e iguala el récord mundial en 100 metros lisos con una marca de 10,4 segundos. Pero la verdadera gesta de Jesse, se produjo en 1935, cuando fue capaz, en tan sólo 45 minutos, y sin apenas tiempo para descansar entre prueba y prueba, de conseguir cuatro récords mundiales en una competición estatal. Gracias a esta hazaña, a Jesse Owens se le empezó a conocer con el apodo del “Antílope de Ébano”.

Un año después, en 1936, Owens viaja a Berlín para participar con el equipo de Estados Unidos en los Juegos Olímpicos. Mientras tanto, la propaganda nazi, promueve el concepto de la superioridad de la raza aria y muestra a los de origen africano como inferiores. A pesar de tener todo en contra para conseguir la victoria, Owens consiguió cuatro oros.

En la entrega de la cuarta medalla de oro a Owens, Hitler, atónito y enfurecido, se limitó a abandonar el estadio, según cuentan, para no verse obligado a estrechar la mano del atleta negro. Owens siempre quitó hierro a esta anécdota histórica de la que dice que no se enteró.

Pero lo peor para Jesse estaría a punto de llegar. Un tetracampeón olímpico, que gozó de privilegios tras su hazaña en 1936 que en su país natal no conseguía, tuvo que volver a Estados Unidos. En el extranjero, Jesse pudo viajar y hospedarse en lugares para blancos, cosa no permitida para el resto de los de su color en Norteamérica. Ni siquiera el presidente de los Estados  Unidos, Franklin  Delano Roosevelt, se dignó a recibirlo en la Casa Blanca, como acogió a los demás miembros de la delegación norteamericana que participaron en la prueba, por miedo a perder votos en la reelección que tenía lugar ese mismo año.

Paradojas de la vida, a Jesse le trataron mucho mejor en la Alemania nazi que en la libre Norteamérica de Roosevelt. Jesse vivía en un mundo en el que la desigualdad era rutina y las injusticias ocurrían día tras día, donde los negros bebían en fuentes solo para negros, en la que se tenían que sentar en la parte de atrás del autobús o en los que la entrada en las Bibliotecas estaban prohibidas para los de raza negra.

Un país donde faltan más de 30 años para que aparezca el reverendo Martin Luther king y tenga un sueño, un sueño que cambie todo el país y consiga unir las fuerzas para lograr una revolución social. Así era Estados Unidos, así cuidaban de sus héroes, en el país de las libertades y las oportunidades.

En su retirada, Jesse Owens tuvo muchos problemas para seguir dentro de este deporte, por ello se dedicó a promocionarlo y transmitir su experiencia. Además, no tuvo mucha suerte en el mundo de los negocios y fracasó en varias intentonas empresariales y acabó arruinándose.  Pero logró superar un obstáculo más y poco a poco su crecimiento en lo social lo llevó a formar parte de las relaciones públicas en Chicago. Finalmente fue reconocido por un gobierno estadounidense en 1976 cuando Gerald Ford le entregó la Medalla Presidencial de la Libertad. Fumador empedernido desde los 30 años, murió de cáncer de pulmón en 1980.

En Estados Unidos han intentado ponerse al día con los reconocimientos, y por ello, en 1990 el Gobierno de George Bush padre le otorgó la Medalla de Oro del Congreso por sus triunfos para la humanidad. Actualmente, su viuda Ruth Solomon y su hija Marlene están a cargo de la fundación que lleva su nombre. Esta institución busca ayudar a los jóvenes de escasos recursos y fomentar la incursión de éstos en el mundo del deporte. Todo lo que el gran Jesse siempre buscó y realizó en vida, ahora lo pone al servicio de los más desfavorecidos. 

Durante toda su vida, Jesse corrió en el olvido de una sociedad que lo ignoraba, aún ganando cuatro medallas olímpicas en aquél 1936. Pero para la historia siempre quedará en el recuerdo Owens, un hombre que tuvo como destino la eternidad y que fue capaz de escribir una de las páginas más importantes en la historia de los Juegos Olímpicos.